Rudolf Nureyev, por amor al ballet

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Con cada grand teté expresaba al mundo sus deseos de libertad. Con cada glissade, sus deslizamientos melódicos mostraban la delicadeza de sus sentimientos. Con cada foutté, sus giros denotaban la fuerza de su corazón, su carácter indomable.

Rudolf Nureyev vivió por y para la danza. Era su corazón, era su amor, era su vida. Y quería vivirla en libertad. El año 1961 fue clave en su vida: aquel día del 17 de junio en que con sólo 23 años a sus espaldas escapó corriendo, como alma que lleva el diablo, por toda la pista del aeropuerto parisino de Le Bourget hasta alcanzar a dos policías franceses tras lo que se refugió para pedirles asilo político.

«Quiero ser libre». Tres palabras que marcaron su vida.

Nureyev era ya, por entonces, un auténtico héroe nacional en su país de origen, la entonces Unión Soviética. Un héroe como tantos otros que se forjaban tras el telón de acero. Ídolo artístico de los que se necesitaban para sustentar a un país aterido por la pobreza. Ídolo ante los ojos rusos para así mantener la cabeza falsamente erguida. Héroe de un arte que en la URSS alcanzaba su máxima expresión.

Pero su vida era ya de por sí azarosa desde el mismo momento de su nacimiento, producido en un tren que llevaba a su madre desde Siberia a Vladivostok. En él, cerca de Irkutsk, la tierra literaria de Miguel Strogoff, nació Rudolf Jamétovich Nuréyev, el 17 de marzo de 1938, hijo de un comisario del Ejército Rojo que había sido trasladado a Valdivostok, ciudad adonde se dirigía su madre.

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Criado muy cerca de un poblado de Ufá, ya de niño lo guiaron por el camino de las danzas folclóricas, arte en el que Rudolf comenzó muy pronto a mostrar buenas maneras.

Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial detuvo sus avances y hubo de cortar sus estudios hasta el año 1955 en que ingresó en el Instituto Coreográfico de Vagánova, donde formó parte del Ballet Kirov. Paralelamente, su confusa sexualidad lo estaba encerrando poco a poco en sí mismo, inmerso como estaba en un mundo contrario a la homosexualidad.

Callado y muy reservado, sin embargo, Nuréyev se destacó en poco tiempo como uno de los mejores bailarines de la historia rusa, lo que le valió el poder actuar fuera de su país.

Vuena fue la primera ciudad europea, fuera de las soviéticas, que lo vio bailar, pero de nuevo su carácter ausente hizo reconducir a los dirigentes soviéticos la idea de mandarlo a actuar fuera. Sin embargo, una casualidad lo devolvió a la primera plana de las giras por Europa.

En 1961, Konstantin Sereguéyev, bailarín principal de la compañía, se lesionó, y hubieron de buscarle un sustituto para su actuación en París. Nuréyev fue el elegido. Era su gran oportunidad… para bailar y para escapar.

Tras su magnífica actuación, decidió que su vida estaba más allá del país que le vio nacer. Se sentía oprimido e incomprendido y adoraba bailar libre y sin presiones. Escapó. Literalmente corrió a su nuevo destino huyendo de su propia cárcel.

Fue contratado por el Grand Ballet del Marqués de Cuevas y al fin, a su gusto, pudo comenzar una gira por Europa.

Precisamente en una de ellas, en Dinamarca, conocería al que fuera su amante, Erik Bruhn, otro bailarín profesional, aunque sus devaneos amorosos y su promiscuidad no lo limitaron a una sola pareja. Incluso se le relacionó con Margot Fonteyn, la más famosa bailarina inglesa de la época.

Rudolf Nuréyev fue acumulando éxito tras éxito, e incluso comenzó una carrera cinematográfica que le llevó hasta Hollywood donde llegó a representar a Rodolfo Valentino y donde incluso promocionó la obra «El Rey y yo».

Finalmente acabaría por ser nombrado Director del Ballet de la Ópera de París, su mayor éxito profesional.

Tan grande fue que, a pesar de que su nombre se borraría de todos los libros rusos de danza durante muchos años, en 1987 hubieron de reconocer su error y permitirle volver a Rusia gracias a una invitación personalísima de Gorbachov.

Pocos años más podríamos disfrutar de su arte, porque por desgracia contrajo la más mortal de las enfermedades de la época, el Sida. Más de 10 años luchó contra ella hasta que, finalmente, el 6 de enero de 1993, falleció.

Dicen de él que fue impulsivo, que era incluso grosero y desagradable. Sin embargo, quizás ese carácter impulsivo fue el que forjó su grandeza; el que hizo aparecer su Arte, en mayúscula. Puede que por ese carácter, por esa fuerza, el siglo XX haya podido disfrutar de uno de los más grandes bailarines que ha dado la Historia.

Hoy, la misma tierra que en su día lo acogió, Francia, lo ha acogido en su seno para siempre. Rudolf Nuréyev está enterrado en el cementerio de Sainte-Genevieve-des-Bois, en las afueras de París.

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