Francisco de Quevedo, una vida del Siglo de Oro

Francisco de Quevedo

Intensa vida tuvo Francisco de Quevedo, una de las plumas más importantes de las letras castellanas. Participó en lances de espada, fue diplomático y espía, a la vez asceta y carnal, poeta sardónico y devoto católico, rebosante de cultura y defensor de un conservadurismo a todas luces reaccionario.

En definitiva, un hombre con todas sus complejidades, un escritor repleto de aristas y claroscuros que llevó la escritura a las mayores cimas de su tiempo. Paradójicamente, el bravucón y mordaz Quevedo legó a la literatura hispánica algunos de los más excelsos poemas amorosos jamás escritos. Pero pasemos a su vida.

Quevedo nació en un pueblo grande: en el Madrid de 1580 que, sin embargo, ya era sede de la corte a finales del XVI. Su familia era de origen cántabro, relacionada con el ambiente palaciego. Así se presentará Quevedo: como un hidalgo que pertenece de iure a la nobleza, si bien no a la de más alto rango.

Estudió según ordenaba su condición y la realidad política de la época: primero en el Colegio Imperial de Madrid, luego en Alcalá de Henares y finalmente en Valladolid, donde se estableció la capital del imperio a principios del siglo XVII.

Pronto, sin embargo, regresó Quevedo a Madrid, donde se conocieron sus primeras creaciones poéticas, dedicadas al monarca (Felipe III) y a alguno de sus validos. Las primeras obras literarias del veinteañero Quevedo le valieron alcanzar cierta fama. Es entonces cuando, corriendo el año de 1613, el duque de Osuna lo reclamará desde Palermo.

Pedro Téllez Girón, duque de Osuna, se había convertido en el virrey de Sicilia. A su servicio, Quevedo fue un hábil diplomático que, en realidad, habría que llamar con mayor propiedad espía. En cualquier caso, su labor fue recompensada por Felipe III al concederle el hábito de la orden de Santiago (como lo vemos en uno de los retratos más famosos que conservamos del escritor).

Ya se sabe: todo lo que sube, cae. Hay que recordar que en la corte española triunfaba por entonces, tras el agotador siglo XVI, lo que podríamos calificar el partido de la paz. Sin embargo, en Italia tanto el virrey como su “equipo” (incluido Quevedo) apostaban por una política más agresiva que garantizase la hegemonía española.

Sea como fuere, en 1618 sucedió la “conjuración de Venecia”, cuando dos extranjeros fueron ahorcados en la veneciana plaza de San Marcos acusados de ser espías en maquinación contra la república de Venecia. Las acusaciones señalaron al virrey español (recordemos, duque de Osuna) y a su embajador. Hay dudas acerca de la participación del Quevedo.

En todo caso, el escándalo supuso la caída del virrey y la de su protegido, el propio Quevedo, que fue desterrado (se refugió en una propiedad en Ciudad Real). Cuando regresó a Madrid se centró en su obra. De los años veinte del XVII son, por ejemplo, El Buscón o Sueños y discursos.

Entre tanto, había nuevo monarca, Felipe IV, y nuevo valido, el conde-duque de Olivares. Quevedo se mostró partidario del nuevo gobierno durante sus primeros años y llegó a ser secretario de Felipe IV. Sin embargo, el escritor, disgustado con el rumbo de los acontecimientos políticos y tal vez amargado por un matrimonio infeliz de tres meses (amén de la muerte de su hermana), se pasó al bando de la oposición nobiliaria (duque de Medinaceli).

Su final fue más bien triste: el conde-duque lo mandó arrestar en 1639. La acusación era muy grave: haber espiado para Francia (además de ridiculizar al gobierno en sus sátiras). Sometido a un durísimo encierro en el convento de San Marcos, solamente con la caída del conde-duque llegaría el indulto. Era 1643. Pero envejecido y cansado ya poco más le quedaba que cumplir con su destino humano: murió el 8 de septiembre de 1645, en Villanueva de los Infantes.

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